Naufrago...

(Foto: mi mediterráneo, una tarde de septiembre.)

Hoy desperté a la hora del alba, el sol me abrazó y me estremecí. Pensé en rozar tus labios y sentir… Sentir tu piel en la mía, sentir tu aliento, tu mirada fija en mis ojos. Ese intercambio júbilo de complicidad que solo nosotros somos capaces de disfrutar. Sin palabras, casi sin respirar, mi corazón baila a tu compás y logramos ser uno sin más. Buscamos un lugar para descansar, quizás un reposo de almas que no se quieren separar y aunque nuestros cuerpos no se rocen ni se lleguen a besar, el placer de soñarlo es lo más sublime que podemos alcanzar. El sol sigue acariciándome, dibujando sonrisas en mi tez  y despierto junto a él, esperándote.

El sol empieza a jugar, se esconde en el manto que me acaricia y lo escucho jadear. Me regala un lienzo de colores que serenan mi perspectiva cuando tú no estás. Suspiros a dúo en un contraste que sumerge las pasiones entre algodones y resalta mi imaginación, si cabe, aún más.  Me deleito con los momentos que me ofrece sin buscar nada más, y me dejo llevar...

Se acerca la media noche y el cielo es un baile de estrellas iluminando tu rostro. Tus ojos me buscan en el vaivén de la música. El mar es mi abrigo, me acuna en el silencio de tu mirada, dónde una vez me inventaste dormida, ansiando tus besos en la oscuridad del tiempo. Un tiempo que se hace eterno. Imparable, qué contrariedad. No dejan de pasar segundos y parece que no transcurre ni la mitad. Así, en el pasar de oportunidades me quedo dormida, relajada en tu sueño, desgasto mi piel en tus brazos, entre pinceladas de besos, naufrago.